El próximo 1 de septiembre, el presidente Peña Nieto hará públicos los resultados de su primer año de gobierno: el alza en las tasas de la pobreza y la violencia, el colapso del mercado interno se ha colapsado y la nula generación de empleos. Una hipótesis perversa podría explicar la situación: inducir una austeridad fiscal deliberada para que la consecuente recesión doblegue y obligue a la población a aceptar la reprivatización energética, ante el temor de perder su empleo y el agravamiento de sus necesidades sociales
La cosecha del primer año de la administración del priísmo resucitado
es una verdadera calamidad. Para retornar al gobierno, el candidato del
viejo partido de Estado ofreció hasta lo indecible: prosperidad,
bienestar, equidad, seguridad, democracia… Casi el paraíso. Todo un
rosario de promesas que recuerda a la tradicional sarta de cuentas
utilizada por los católicos para ordenar el rezo del mismo nombre, y
cuyos beneficios esperados (purificación del alma, la virtud, la gracia,
el mérito, entre otros), de acuerdo con los resultados obtenidos, son
insubstanciales, como los ofrecimientos del peñismo.
Nueve meses después sólo queda en pie la exuberancia verbal. El exceso anatómico de la lengua.
El resto se desplomó o permanece sin
cambios sustantivos –o al menos éstos aún no se observan, en caso de que
existan–, por lo que a Enrique Peña Nieto, durante la presentación de
su primer informe de gobierno, sólo le quedará recurrir otra vez a la
gesticulación. Es cierto que, ecuánimemente, era difícil pensar que en
unos cuantos meses pudiera revertirse la perniciosa herencia del panismo
y de su propio partido. Por ejemplo, que se redujera el número de
homicidios que tiñó de sangre al país y, por añadidura, mejorara la
seguridad pública –según el Instituto Nacional de Estadística y
Geografía (Inegi), durante el calderonismo el total de asesinatos
anuales, asociados principalmente al narcotráfico y la guerra de
exterminio instaurada por el régimen, se elevó de 10 mil 452 a 26 mil
37, un 149 por ciento–; o que se abatieran la pobreza y la miseria –94.1
millones de personas, el 80.2 por ciento de la población, que
sobreviven en esas condiciones más los llamados “vulnerables por
carencias sociales” y “por ingresos”–; la impunidad, partera de la
corrupción; o la injusticia y el autoritarismo que caracterizan al
sistema político mexicano y su modelo neoliberal.
Lo que no se esperaba es que se desvaneciera prematuramente la quimera de oro alentada por el peñismo. Que se desinflaran rápidamente las expectativas de prosperidad y bienestar prometidos, y con ellas la credibilidad en las primeras luces de su mandato.
La empresa GEA-ISA, de todas las confianzas del gobierno por sus impecables trabajos sucios
realizados, y sin duda bien pagados, informa de una “caída
considerable” en la aprobación a la gestión del peñismo, al pasar ésta
de 55 a 45 por ciento; y que una tercera parte de la población estaría
dispuesta a participar en protestas por las condiciones económicas, de
seguridad y por la corrupción que privan en el país. La pérdida de
popularidad de Enrique Peña en 1 semestre se debe, según GEA-ISA, al
deterioro en la percepción de la situación económica y a la ausencia de
logros importantes en la gestión gubernamental. El 58 por ciento de sus
encuestados contestó que “no sabe” cuál ha sido el mayor acierto del
gobierno o, de plano, no le reconoce “ninguno”. Por su parte, los
consultados por la empresa Covarrubias y Asociados calificaron con
6.3-6.9 los primeros meses del peñismo, en contraste con el 8.4 del
foxismo y el 7.9 del calderonismo.
No es para menos. De diciembre a agosto el balance de la gestión peñista arroja un cero en conducta –un remedo más de la telecomedia
forjada por Emilio Azcárraga Jean– en sus resultados. O de casi cero.
¿Qué más da un cero si la tasa de crecimiento para la primera mitad de
2013, o en 9 meses, será del orden de 1-2 por ciento, o incluso menos?
Porque para alcanzar un nivel 1.8 por ciento en el primer semestre del
año, estimado por Gerardo Gutiérrez, del Consejo Coordinador
Empresarial, el aparato productivo tendría que expandirse en 3 por
ciento en el segundo trimestre del año, luego del 0.8 por ciento del
primero. En el primer semestre de 2012 el ritmo de crecimiento fue de
4.7 por ciento y de 4.2 por ciento hasta setiembre. El resultado de 2013
será el peor desde 2009, cuando la economía decreció 8.3 y 7.3 por
ciento en cada caso.
Ese mismo 3 o 4 por ciento deberá
alcanzarse en el segundo semestre para que la economía cierre en 2-3 por
ciento en promedio anual, como sugiere Agustín Carstens, del Banco de
México, quien un poco lerdo, con 1 año de retraso, por fin
atisbó, entre abril y junio, una fuerte desaceleración en la actividad
económica, debido a un “comportamiento horizontal que ha tenido el
componente industrial, con cierta tendencia a la baja”, afectado por la
atonía de la actividad económica y el comercio internacional. Por esa
razón, el banco central redujo sus expectativas iniciales de 3-4 por
ciento –Luis Videgaray había propuesto 3.5 por ciento– a la mitad, y el
nivel de empleos formales esperados de 550-650 mil a 450-550 mil.
En cualquier caso, las diferencias entre
esas estimaciones son cuantitativas e inútiles para las necesidades de
la población. Anualmente se requiere poco más de 1 millón de empleos.
Las proyecciones oficiales más optimistas y que se esfumaron hubieran
dejado en la calle a cuando menos 350 mil personas. Las pesimistas
actuales a más de 450 mil. Unas y otras, además, ahondarán las huellas
del desempleo, la inequidad, la pobreza y la miseria.
Para ocupar a todos, reducir el desempleo, la informalidad, la migración, la delincuencia y las personas que vegetan,
la economía tendría que crecer al menos 6 por ciento anualmente. Pero
el crecimiento potencial de largo plazo de la economía es de la mitad,
debido a la política económica ortodoxa instrumentada, que privilegia a
la inflación sobre el crecimiento y que descansa en la sobrevaluación
cambiaria y la desgravación arancelaria (abarata las importaciones
respecto de las locales) y es vulnerable a la especulación financiera; y
la estructura productiva actual basada en las exportaciones primarias y
subordinada a la economía estadunidense; y la represión de la demanda
interna, merced a los salarios miserables pagados y su baja capacidad de
consumo, la “disciplina” fiscal, el alto costo del crédito…
Lo anterior explica la urgencia peñista
por la aprobación de sus contrarreformas estructurales neoliberales. Su
respaldo a la “flexibilización” del mercado de trabajo y el
desmantelamiento de las conquistas laborales, la extranjerización de las
telecomunicaciones o la privatización de las zonas costeras y
fronterizas. También por reprivatizar la industria petrolera y
energética, disfrazada con los contratos de riesgo y el reparto de su
renta.
El problema es que sus cuentas alegres
sobre la “modernización” energética que, supuestamente, traerá la
reprivatización, el acceso a nuevas tecnologías o las toneladas de
divisas que reportarán, así como la prosperidad económica, no son más
que cuentos. Como una bandada de frenéticas cacatúas, los gacetilleros a sueldo y los grandes empresarios tratan de convencer a la población con sus supuestas virtudes.
Pero un aguafiestas, libre de toda
sospecha, Carlos Serrano, economista en jefe de BBVA Bancomer, señala
que la apertura al capital privado a los sectores petrolero y eléctrico
apenas aumentaría en 0.4 puntos porcentuales el crecimiento potencial
del producto interno bruto, el cual calcula en 2.7 por ciento.
Aumentaría a 3.1 por ciento. ¿Cuántos empleos nuevos se generarían? Las cuentas alegres de los vocingleros se deben a los negocios que pretender realizar sin beneficios sociales para las mayorías.
Hasta las palabras se han envilecido y sólo quedan los aspavientos.
Enrique Peña Nieto tendrá que recurrir a
las gesticulaciones durante la presentación de su primer informe de
gobierno. No es fácil encubrir su descrédito y a una economía que se
hunde en la recesión inflacionaria y que Carstens trata de ocultar con
los eufemismos de “fuerte desaceleración” y “comportamiento horizontal”.
Mes a mes el Inegi reporta la persistente caída cuyo fondo no se
percibe y hasta los analistas, los hombres de negocios dedicados a la
comercialización de información y otros mercenarios de exuberantes plumas, contritos, se ven obligados a reconocer el sombrío panorama.
A la luz de los resultados, Peña Nieto y su equipo me recuerdan a Francis Turner, personaje de la novela Confesiones de un bribón, de William Wilkie Collins. Turner es un consumado defraudador, una suerte de pícaro a la inversa. Si éstos eran de clase baja, Francis es un aristócrata, pero su conducta es similar.
Como decía Maquiavelo: “Es muy loable que
un príncipe cumpla su palabra y viva con integridad, sin trampas ni
engaños”. Pero la “experiencia demuestra que los príncipes no se han
esforzados en cumplir su palabra”.
Los motores
del crecimiento son el consumo, la inversión y las exportaciones. Y
están averiados. Entre el primer trimestre de 2012 y 2013, el primero
pasó de 4.1 a 2.1 por ciento, el privado de 4.2 a 2.6 por ciento, y el
público de 3.2 a -0.7 por ciento. El segundo, de 8.6 a -0.1 por ciento;
el privado, de 9.9 a 0.4 por ciento, y el público, de 2.9 a -2.5 por
ciento. Las ventas externas de bienes y servicios, de 4.9 a -0.2 por
ciento.
En el segundo trimestre la inversión fue
de -1.1 por ciento. En enero-mayo, las ventas al mayoreo se desplomaron
5.4 por ciento y las minoristas en 0.1 por ciento. Las de alimentos se
paralizaron (0.3 por ciento) y de las tiendas departamentales en 2.8 por
ciento. Las exportaciones petroleras y no petroleras están virtualmente paralizadas.
El sostén de dichos motores son el
empleo, la masa salarial, el poder de compra de la población, los
réditos y el gasto público. Pero la tasa de desempleo abierto ha sido de
5 por ciento en promedio durante 2013 y ese concepto, junto con la
informalidad, los subempleados y los que dejaron de laborar equivalen a
la mitad de los ocupados. El poder de compra de los salarios se ha
deteriorado aún más, ya que la inflación de la canasta básica supera los
aumentos en aquellos. México registra la segunda inflación más alta de
la Organización para el Crecimiento y Desarrollo Económicos (4.1 por
ciento contra 1.8 por ciento en junio).
La austeridad fiscal mata. Provoca recesiones. Eso dicen Krugman, Stiglitz y otros economistas no ortodoxos.
Con especial crueldad, los amigos
de Jaime Serra, extitular de la Secretaría de Hacienda y Crédito
Público en la gestión de Ernesto Zedillo, cuentan que aún no terminaba
de festejar su nombramiento cuando llegó el colapso devaluatorio del 20
de diciembre de 1994. Sólo duró 28 días en su puesto y tuvo que
enfrentar la resaca en la soledad. A los peñistas también se les acabó
rápido la fiesta. Pareciera que ni Peña Nieto ni Videgaray han asumido
sus respectivos puestos, pues adoptaron el papel de vendedores de los
activos nacionales.
La actual recesión se debe en parte al
subejercicio del gasto público. En marzo, el programable mostraba
decremento real de 11.5 por ciento y la inversión, de 41 por ciento.
Para junio es sólo de 7 y 41 por ciento. Hace 1 año el primero había
aumentado en 11.7 por ciento y el otro apenas se había contraído 0.3 por
ciento. Para un primer semestre, el programable muestra su peor
retroceso desde el colapso de 1995 (-24.9 por ciento). El segundo desde
2001 (54.1 por ciento).
Unos dicen que se debe al cambio de gobierno. Si es así, los peñistas y sus Chicago Boys se han visto lentos en aprender el negocio.
Pero es posible una hipótesis perversa:
la subordinación de la economía a los intereses políticos. Inducir una
austeridad fiscal deliberada para que la consecuente recesión doblegue a
la población y la obligue a aceptar la reprivatización energética, ante
el temor de perder su empleo y el agravamiento de sus necesidades
sociales.
Ante el trilema de política
económica: crecimiento, empleo-distribución del ingreso o precios, una
sociedad se enfrentará a un gobierno seguidor de Keynes o a uno de
Friedman.
El primero optará por los dos primeros
objetivos, fundamentos del bienestar, y empleará el gasto público, el
activismo estatal, la planificación, las regulaciones para esos
propósitos. Keynes tenía claro dos grandes inconvenientes del
capitalismo que proponía administrar: su incapacidad para procurar la
ocupación completa y su arbitraria y desigual distribución de la riqueza
y los ingresos. Dijo: “Creo que hay justificación social y sicológica
de grandes desigualdades en los ingresos y en la riqueza, pero no para
tan grandes disparidades como existen en la actualidad”. Para él, la
esencia del capitalismo es la dependencia de un intenso atractivo por
hacer dinero y por los instintos de amor al dinero de los individuos
como principal estímulo de la máquina económica. Y sólo proponía regular
su anarquía sin llegar a afectar su naturaleza.
Al segundo le preocupará la inflación –y,
por tanto, la productividad y la competitividad– y usará otras medidas
económicas para alcanzar sus metas: la disciplina y la restricción
fiscal y/o monetaria, las privatizaciones, la apreciación cambiaria y
subida de la tasa de interés, la integración hacia afuera sin molestarse
sobre sus costos sociales.
A estas alturas es claro que los peñistas
se inclinaron por el llamado el anarco-capitalismo de los doctrinarios
Friedman, Ludwig von Mises, Friedrich Hayek. Por el Estado mínimo, según
Robert Nozick, que sólo tolera al Estado policía.
Sin embargo, a las mayorías que se les cerraron las puertas y se les condenará a la pobreza y la miseria, aún le queda otra opción: la salida enseñada por Marx.
*Economista
Fuente: Contralínea 349 / agosto 2013