Guadalupe Lizárraga
En “¿Quién diablos puede ganarle al PRI?”, artículo de opinión (11 Julio/El Universal), Agustín Basave hace referencia al “nuevo actor comicial: el crimen organizado”. Con serena tinta, alude de manera general al financiamiento, a la intimidación y asesinatos que marcaron la jornada electoral del 7 de julio, como parte de las actividades esperadas de la ciudadanía. “Lo normal”, se diría en el argot de la indolencia mexicana.
Y analiza el autor las marañas partidistas que se tejen entorno a los intereses públicos estratégicos, como la reforma energética y hacendaria. Temas espinosos para quienes no desean quedarse fuera del reparto de prebendas, y todavía no logran entrar a los grupos de poder de decisión.
Sin embargo, en este contexto, la disputa en Baja California destacada por el conflicto de votos entre la alianza PAN-PRD contra el PRI va más allá del plano electoral. El crimen organizado, referido por Basave, tiene mayores implicaciones que no podemos dejar de lado. No obstante, la denuncia y la repetición de nombres poco ayuda a comprender el significado y la dimensión geopolítica que el problema del tráfico ilegal de estupefacientes alcanza a lo largo de la frontera mexicana.
Los grupos narcotraficantes han tenido evidente presencia en las elecciones locales de este año y desde hace cuatro sexenios. La narcopolítica se declaró en México desde el asesinato de Luis Donaldo Colosio, precisamente en Tijuana, una de las plazas más codiciadas por los carteles del sur y de Juárez. Esta relación entre narcotraficantes y políticos, iniciada a finales de los 80, se afianzó diez años después con la participación de miembros destacados del ejército mexicano. Ningún presidente ha estado al margen de ello, ni lo está ahora Enrique Peña Nieto. La diferencia de aquellos años, de los 90, es que el impuesto hoy como presidente ya no es la punta de esa pirámide, aunque ello no quiere decir que no tenga influencia.
Un estado no democrático con un presidente impuesto, indudablemente, crea el terreno más propicio para la gestación y proliferación de problemas como el del narcotráfico, el tráfico ilegal de armas, la trata de personas, la corrupción y la impunidad en sus diversos ámbitos de autoridad. Y en esta cuestión, de todos sabido y pocas veces tratado, es que no podría existir el narcotráfico sin la colaboración –sea por acción u omisión– del stablishment buropolítico.
Fernando Castro Trenti, que en tiempos de Salinas de Gortari cargaba el maletín del coordinador de los diputados federales del PRI, hizo su poder de traiciones. Su hermano Francisco, director de la Policía de Rosarito, denunciado ante la DEA y la PGR desde hace un año por uno de los hermanos Arellano Félix de tenerlo en la narco-nómina, se convirtió en su zona de incertidumbre para sus enemigos, pero también supo moverse en la oscuridad con los enemigos de sus enemigos.
Jorge Hank Rhon, quien vio en la imposición de Peña Nieto (también del grupo Atlacomulco) la oportunidad para concretar su invariable deseo de ser gobernador en esta jornada, colocó a sus hombres más cercanos en la “Izquierda”, usurpando candidaturas con amenazas o dinero, como lo hizo el ahora senador Marco Antonio Blázquez Salinas. Pero Hank es bueno para los negocios en “lo oscurito”, no para la política. Y sus subordinados ascendidos al poder no le ayudaron mucho. Por otra parte, las alianzas del “Diablo” Trenti obligaron al magnate de los casinos a recular en su deseo de ser gobernador ante el enfrentamiento con un político experimentado como Manlio Fabio Beltrones, y con quien la disputa no sólo es política. Adicionalmente, Beltrones no olvida el 2012 y no deja de mirar a Peña Nieto por encima del hombro.
En Baja California, pues, lo que se está gestando es una coalición de intereses entre los políticos de alto nivel y narcotraficantes. No entre los candidatos. En la mesa de negociaciones no está una mera gubernatura, sino el control del rumbo que ha mantenido a la región y a gran parte del país en zozobra. No olvidemos que aquel pasado del que nadie quiere hablar está más presente que nunca.
¿Quién diablos puede ganarle al PRI? Otro PRI. Detrás de Kiko Vega, no está el PAN y el PRD. Lo ha hecho evidente el propio Peña Nieto a través de las portadas de los medios. Así de simple. Las siglas incluso pueden cambiar, ya lo experimentó el pueblo; las prácticas, no.
La narcopolítica es una realidad que no nos ha tomado de sorpresa. Por el contrario, la hemos visto formarse y consolidarse cada sexenio, en cada entidad, con cada grupo político y en cada cártel. Ha crecido entre nosotros, los periodistas, llevándose vidas y esperanza. Está en la médula del Estado. Ése es el verdadero pacto por México. Por eso Peña Nieto, como tan atinadamente observa Basave, “no puede darse el lujo de abandonar el pactismo”, ni él ni ningún político, mucho menos un aspirante como Hank que necesita demostrar su disciplina para ser considerado en las grandes ligas.
Ciertamente, Baja California es un “dechado de urbanidad política”, como dice el politólogo en su artículo, porque los negociadores hacen berrinches pero respetan el pacto. En ello les va la vida literalmente, y lo vimos desde Colosio hasta los cientos de alcaldes asesinados. Por eso las elecciones en los próximos años no van a desembocar en algo innombrable, ni el PRI ganará todo completo, en esto difiero del autor en mención. Para los ojos del mundo, poca oposición es mejor que no tener oposición. Todo es controlable. Ninguna coalición dominante que haya experimentado lo fructífero de la simulación va a descuidar los detalles, menos cuando se tiene el paquete completo: sistema fraudeable, medios de comunicación controlados y autoridades electorales sometidas. ¿La ciudadanía? No, esa no cuenta. Ya está derrotada.
Esto es la política mexicana y los pactistas se comprometen a garantizar que, independientemente del partido político que acceda al poder local o nacional, lo acordado se adoptará invariablemente.
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